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martes, enero 04, 2011

LUMIÈRE y LA VIDA SUBLIME 2

GIJÓN'10 (10): Y todo lo demás es literatura

por Fernando Ganzo

Escribo sobre La vida sublime de forma distante, alejada de su visionado (en el tiempo y en el espacio, ya que estoy lejos de Gijón), e intentando constatar, en esta fase de recuerdo y escritura, ciertas cuestiones que vinieron a mi mente en aquel momento. La más fuerte: pienso que Daniel V. Villamediana representa «algo» en el actual panorama del cine español, algo que me divierte llamar «cine-viña». El opuesto sería el «cine-esponja», metodología frecuente dentro de nuestras fronteras: la de esos cineastas que absorben todo lo que les gusta de su panorama cinéfilo y lo exprimen, extrayendo trabajos interesantes y más que dignos, pero demasiado fácilmente clasificables, cuando no atroces; todo depende del gusto del cineasta en cuestión. Fuera quedarían las categorías de los que fuerzan puertas abiertas y los que permanecen en la edad de la inocencia.

Ligar nombres a cada calificativo es tentador, y casi una necesidad para mejor comprender esta propuesta de parcelación. Sin embargo no es este el lugar, ni la forma. Lumière es una revista joven, y un bagaje firme de críticas sobre el cine español se impone como condición para establecer tales teorías. Se trata de una relación un tanto conflictiva con el cine nacional, así que mejor retornar a terreno firme y volver a la película. Empezando por el principio. La de Villamediana entroncaría con ese tipo de películas que se encuentran a sí mismas durante el propio rodaje. Aquí radica la salvación de su director, ya que, por su personalidad, correría el riesgo de dejarse absorber por una perspectiva demasiado crítica, referencial, a la hora de filmar. En las ocasiones en que he podido verle hablar de su cine, por momentos parece ser un crítico y no el autor, mientras que la cosa cambia mucho cuando habla del rodaje y las condiciones concretas del film. Allí vuelve, brillando emocionante, su experiencia, y con ella todo lo que de saludable se respira al ver su cine. También todos sus fallos, pero más importante aún: todas las posibilidades que abre y que adivinamos en él.

Si es una «viña» lo es en tanto que está enraizado en la tierra del cine, permitiéndose así recoger nuevos elementos en función de la necesidad de cada película sin perder por ello su lugar. En El brau blau apenas se hablaba. Aquí, apenas se calla, al menos si alguien acompaña al protagonista en el plano. Permanece la fascinación materialista y la observación casi lírica de la acción en el seno de la imagen (y de la que la ya célebre secuencia de las noventa sardinas sería un esbozo muy reconocible), pero se añade la palabra. Tal fascinación física afecta a la evolución del personaje en las películas de Villamediana, y ese es quizás su gran conflicto. El de Víctor J. Vázquez, en esta película, es estrictamente dual. O es personaje, o es cuerpo, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Veo al personaje cuando habla con el hispanochino Mike, o cuando recibe una bofetada con acento andaluz en sus sueños de anarquismo. Pero ni rastro del mismo cuando camina y salta para curiosear por una ventana.

Raíz ibérica, pues, y masculina, la del cine de Villamediana. Pero para poder mirarse, hay que saber dónde se está. De este modo, sin ella no habría podido poner en cuestión los vínculos identitarios a partir del modelo de Hong Sang-soo en El Evangelio, identidad tanto del personaje como del film. La vida sublime avanza por esa senda. La palabra se convierte en acción, definiendo por sí misma la naturaleza de la búsqueda de la película, presente en cada conversación, en cada gesto titubeante entre lo real y lo afectado, pero palabra ligada siempre a los planos que la preceden y que la seguirán. Un plano no borra al anterior, una palabra no borra la imagen.

El personaje de Víctor busca un pasado que poder contar y poetizar; una herencia digna de ser rememorada. Pensar en una herencia nacional en España, así como pensar en una herencia cinematográfica, implica una utopía, una ficción, un giro hacia el abismo. No existe como tal. Y si lo hace es lejana, rara, erosionada por el tiempo. Quizás esto explique la tristeza que sentí tras ver la película (si bien ahora recupero la alegría por haber logrado acercar las palabras «palabra» y «utopía» al hablar del cine de Villamediana). Si no se encuentra ese pasado, el personaje y la película lo inventan, construyen sus propias raíces. Pero siempre quedará algo real: la tierra. Y Villamediana puede ser visto como el cineasta telúrico español de nuestros días. El pasado se encuentra allí. La tierra está estratificada en sus planos: compone capas, sugiere sedimentos… La búsqueda de ese pasado termina convirtiéndose en la búsqueda de sus colores, y es, en sí misma, algo puro y real.

Tierras donde escasas películas han sido rodadas, ríos donde nadie se ha lanzado jamás. La vida sublime se reafirma en la voluntad de filmar la tierra, encontrar su color, su luz, sus recuerdos, su topografía, sus sonidos. Villamediana predica el camino, aunque sea errático. Aunque la película no logre casarlo. Pero no por ello dejar de avanzar. Hacia el sur. El camino que Erice no pudo acometer. El legado que no se puede recoger, pues no tiene forma, pues no hay padre ni descendencia. El camino hacia esa historia inexistente del cine español.

Encuentro una anotación en mi cuaderno que data de los días siguientes a mi primer visionado del film. «La película de Villamediana es un sueño de cine». Una predicación de la fe en la imagen, en la posibilidad de encontrar la materia, de hallar algo esencial con la cámara. Desde este punto de vista es casi un film religioso. El encuentro con la luz del sur español le permitirá encontrar su propia filogenia del cine. Aún a fuerza de fallar, de errar, de caer a golpe de secuencias que encajan o que perturban un tanto el cuerpo del film. En un momento dado, uno de los personajes dice que España es un país, un arte, hecho a golpes de locura y sinrazón. El cine español es eso, golpes de locura. Es un arrebato de García del Val, es un delirio de Llobet Gracia, es un canto ahogado en el silencio de Martín Patino. Y sin embargo esta vez parece formar parte de algo, de un contexto, de un entorno, de una borrosa realidad. Por fin mi generación puede reconocerse, aunque sea casi a modo de borrador, en una película española, en su lenguaje, en sus inquietudes, en sus desajustes.

Artículo originalmente publicado en http://www.elumiere.net/exclusivo_web/gijon10/gijon10_10.html)


2 comentarios:

Anónimo dijo...

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“El Cuco”, sobrenombre por el que era conocido el abuelo del protagonista (y también del director de la propia película), realizó un enigmático viaje desde Valladolid a Cádiz una vez finalizada la Guerra Civil. No tardó demasiado en regresar a su ciudad natal, negándose a dar explicaciones durante el resto de su vida de lo experimentado a lo largo de su periplo andaluz. Sin embargo, comenzaron a forjarse leyendas familiares sobre sus hazañas por aquellos lares, entre ellas, la de haber intentado convertirse en boxeador profesional.consulta medico pediatra medico doctor dermatologo veterinario veterinario ask to consulta abogado abogado abogado abogado abogado psicologo doctor psicologo abogado abogado Empeñado en una lucha por desvelar los misterios de aquel viaje y reconstruir la memoria de su antepasado, Víctor decide emprender su propia peregrinación al sur. En su camino se topará con multitud de personalidades cuyos variopintos testimonios le permitirán ir encajando poco a poco las piezas del puzzle familiar, pero también de explorar la riqueza del legado cultural hispánico que sobrevive en el presente.